martes, octubre 23, 2012


Comparar es añorar.

Son las doce del medio día. Hora de la comida en Bélgica. Estoy sola en casa. El tiempo es esplendido hoy. Un sol radiante y unas temperaturas inusuales por esta época del año, así que decido coger la bicicleta y darme una vuelta por el pueblo. Me dirijo al parque de Wilrijk. Los estudiantes han salido de clase a comerse el bocadillo del medio día y ha fumarse unos cigarrillos. El azul marino de sus uniformes contrasta con el verde y amarillo de la vegetación del jardín comunal. Pequeños grupos de chicas y chicos sentados en bancos ya que el césped aun esta húmedo. Alguna mama paseando a su niño chico y una pareja de ancianos paseando de la mano. Un hombre cincuentón con una bolsa de papel y un café buscando el mejor sitio soleado para tomar su almuerzo.
Podría comprarme un bocadillo y volver acá. Sentarme de nuevo en el banco frente al estanque de agua. Contemplar como los patos y diversas aves compiten por la comida, pero no tengo hambre. He recordado que hoy es día de mercado. Un poco tarde ya que ronda la una del medio día, pero veré si no han levantado el campamento.
Aparco la bici en un lugar especial para ello pensando si engancho el candado de seguridad o no. No es un país de chorizos pero quien sabe! Los puestos están recogiendo sus mercancías. Lo hacen sin prisa pero sin pausa. Ningún ruido ensordecedor por las inmediaciones. Trabajo meticuloso sin el grado de estrés que he contemplado en los mercadillos de España. Me acerco al azar a un puesto de verdura y frutas donde contemplo que las cajas a medio recoger están casi repletas de mercancías. Se diría que no han vendido casi nada. No me hacen caso así que interpelo la señora que se mueve de un lado a otro y le pido en mi buen francés un apio. La dama me contesta en neerlandés un algo que me suena a negativa. Repito mi formula y esta cortésmente me replica que la venta ha terminado por hoy. Sorprendida me dirijo hacia otro puesto idéntico donde un señor me replica la misma formula. No ha guardado su peso así que pensé que aun dispondría de unos minutos para atenderme pero una negativa es lo que obtengo otra vez. Una tercera intentona me devuelve al punto de partida. El mercadillo ha chapado sus ventas.
Por lo visto los comerciantes belgas difieren mucho del vendedor español ya que este ultimo no tiene inconveniente en vender lo que sea cuando sea. Hasta incluso vender a precio rebajado para quitarse de encima los productos que no han sido comprados en toda la mañana. Pero aquí es diferente. No existe la espontaneidad, o la alegría de la venta en cualquiera de sus vertientes. Una frialdad extenuante donde a pocos minutos del cierre de casi cualquier comercio te puedes encontrar con luces apagadas y un vendedor que explaya su negativa a atenderte con rotundidad.
Desengancho mi bicicleta y me prometo no volver a pisar este mercadillo. Frías cabezas cuadradas, es lo que pasa por mi cabeza y no puedo evitar echar de menos mi mediterráneo!




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jueves, septiembre 27, 2012

Escuela para mayores y perdidos


Mi vecina turca saca con sigilo su móvil del estuche que lo protege. Parece una ipod. Yo la miro de reojo para no parecer indiscreta pero no me pierdo un detalle. Todos estamos hastiados del esfuerzo de concentración que requieren las clases y mas de uno miramos de tanto en tanto la hora, esperando tal vez que el tiempo se acelere por arte de magia. Pero lo que me fascina ahora es la cautela con la que esta mujer coge su móvil. Lo saca a medias casi por debajo del escritorio solo para poder distinguir el indicativo de la hora. Esta maniobra tan discreta me sorprende y divierte. Me recuerda de súbito mis clases treinta años atrás, cuando temerosos que el Prof. nos pillase in fraganti, mirábamos cautelosamente nuestro reloj de pulsera. Observo entre los 25 alumnos que componen la clase cuantos llevan  reloj en la muñeca . Ninguno.  Lo que fue tecnología punta hace unos años se ha trasladado al mercado.
Con el mismo disimulo,  guarda el teléfono en su estuche para colocarlo después dentro del bolso que reina encima de la mesa.
Observo con mas detenimiento esta mujer de unos cuarenta y picos años. Un anorak beige impoluto cerrado hasta el cuello que no ha siquiera desabrochado en las tres horas que llevamos en clase. El pelo teñido de rubio le da un aspecto artificial. Su aspecto no entrevé  asiduidad en salones de peluquería pero las gafas que se quita y pone a mesura que examina su folio indica que son de óptica y no como las mías que he adquirido en un supermercado por pocos euros y que me están jorobando la vista.  En algunos momentos hojea las hojas del curso con cierto nerviosismo, buscando a derecha e izquierda con desconcierto. Se ha perdido en las explicaciones de la profesora y espera encontrar en ese teque maneje  una respuesta rápida en el papel. Parece suplicarnos con la mirada en pos de una ayuda silenciosa. El chico de enfrente le devuelve la mirada a su vez perdido. Me toca a mi balbucear lo que creo la respuesta. Retrocedo por unos segundos al pasado y me vuelvo a sentir como la chiquilla insegura y tartamuda que fui hace un siglo. Podría interrumpir la clase de manera elegante y exponer en mi francés perfecto que no entiendo ni pa pa, lo que seguramente daría una gran alegría al resto de la clase. De cualquier manera seria un paréntesis en el aula, oportunidad para obtener la indulgencia de nuestra profesora que parece no enterarse de nuestro problema lingüístico. Pero el río sigue su caudal por lo que tendremos seguro que trabajar en casa mas de lo previsto. El tiempo del que tenga que disponer en casa para el estudio no será un hándicap, pero si lo será mi falta de voluntad.
Radhiya no tiene esa suerte. Me ha comentado que no tiene tiempo de estudiar. Se pasa todo el día limpiando casas, técnica de superficies como dirían algunos, y cuando llega al hogar solo le queda tiempo para poner la marmite. Me he acercado a ella en el "recreo". Radhiya habla un francés perfecto al igual que yo. De vez en cuando la oigo soltar unas palabras en árabe en plena clase pero nunca se a quienes van dirigidas. Su indumentaria se parece a un oasis en pleno desierto. Un surtido de colores en su caftan marroquí que contrasta con los colores sobrios del resto de los alumnos.  Un hiyab diferente en cada clase que recubre su cabello. Es una mujer menuda pero la adivino resistente bajo esa apariencia de fragilidad. Un manojo de nervios que se toma muy en serio sus estudios. Cinco vástagos esperdigados entre Maruecos España y Bélgica. Todos casados salvo la mas chica de 16 años. Esta vez me mira directamente a los ojos, y con una especial ternura me comunica su deseo de traerla con ella a este país en el cual reside desde hace solamente cinco meses. Omite toda mención acerca del progenitor. No le hago preguntas al respecto pero esa omisión me incita a preguntárselo mas adelante cuando tal vez tengamos algo de confianza. No puedo imaginar una mujer de su condición sin marido salvo en condición de viudez. Tal vez me sorprenda.
Ni rastro de maquillaje. Un abundante bigote sobre su finos labios. Una piel marcada por la edad y una vida que imagino dura. Manos pequeñas, descuidadas. Manos acostumbradas al agua y lejía. No siento compasión pero si algo de admiración por su carácter de buen temple.
Ha sacado de su gran bolso de plástico un panecillo de chocolate. Con una rapidez asombrosa lo parte en dos y me ofrece la mitad, que rechazo de inmediato mas por vergüenza que por falta de apetito. Lo engulle como lo hacen las personas acostumbradas a comer con poco tiempo. Me siento tonta e superficial, casi in merecedora de su amistad. Hora de regresar al aula. Los quince minutos de descanso no se me figuran cortos ya que no se muy bien como rellenar este tiempo. No soy precisamente una mujer conversadora, ni tengo esa habilidad que tienen muchas personas para hablar de cosas banales. Una verdadera dificultad que no he conseguido vencer a pesar de mis 48 tacos. Solo nos queda una hora mas de clase. Esta vez se hace necesario evitar mirar la hora e intentar por todos los medios concentrarse en la mímica a veces grotesca de la profesora. Timur es el payaso de la clase. Su cara sigue reflejando la picaresca del niño travieso que tuvo que ser.   Piel mate, pelo negro azabache y unas pestañas largas rizadas que hacen la envidia de mas de una mujer, incluida yo misma. Se retuerce en su asiento pero la maestra le vuelve a nombrar para que salga a la pizarra y sea su sustituto por unos momentos. Es el momento divertido ya queTimur  mueve mucho las manos para dar mas énfasis a lo que dice. Se nos escapa a todos una sonrisa y alguna que otra carcajada por parte de sus amigos. Es siempre el momento previo a la salida de clase. Otro día mas. No hay despedidas, todos salen con apresuramiento salvo el mas mayor de entre los alumnos,  Adnan. Y finalmente yo, mujer madura franco-española aprendiz de un curso de neerlandés en Bélgica.