jueves, septiembre 27, 2012

Escuela para mayores y perdidos


Mi vecina turca saca con sigilo su móvil del estuche que lo protege. Parece una ipod. Yo la miro de reojo para no parecer indiscreta pero no me pierdo un detalle. Todos estamos hastiados del esfuerzo de concentración que requieren las clases y mas de uno miramos de tanto en tanto la hora, esperando tal vez que el tiempo se acelere por arte de magia. Pero lo que me fascina ahora es la cautela con la que esta mujer coge su móvil. Lo saca a medias casi por debajo del escritorio solo para poder distinguir el indicativo de la hora. Esta maniobra tan discreta me sorprende y divierte. Me recuerda de súbito mis clases treinta años atrás, cuando temerosos que el Prof. nos pillase in fraganti, mirábamos cautelosamente nuestro reloj de pulsera. Observo entre los 25 alumnos que componen la clase cuantos llevan  reloj en la muñeca . Ninguno.  Lo que fue tecnología punta hace unos años se ha trasladado al mercado.
Con el mismo disimulo,  guarda el teléfono en su estuche para colocarlo después dentro del bolso que reina encima de la mesa.
Observo con mas detenimiento esta mujer de unos cuarenta y picos años. Un anorak beige impoluto cerrado hasta el cuello que no ha siquiera desabrochado en las tres horas que llevamos en clase. El pelo teñido de rubio le da un aspecto artificial. Su aspecto no entrevé  asiduidad en salones de peluquería pero las gafas que se quita y pone a mesura que examina su folio indica que son de óptica y no como las mías que he adquirido en un supermercado por pocos euros y que me están jorobando la vista.  En algunos momentos hojea las hojas del curso con cierto nerviosismo, buscando a derecha e izquierda con desconcierto. Se ha perdido en las explicaciones de la profesora y espera encontrar en ese teque maneje  una respuesta rápida en el papel. Parece suplicarnos con la mirada en pos de una ayuda silenciosa. El chico de enfrente le devuelve la mirada a su vez perdido. Me toca a mi balbucear lo que creo la respuesta. Retrocedo por unos segundos al pasado y me vuelvo a sentir como la chiquilla insegura y tartamuda que fui hace un siglo. Podría interrumpir la clase de manera elegante y exponer en mi francés perfecto que no entiendo ni pa pa, lo que seguramente daría una gran alegría al resto de la clase. De cualquier manera seria un paréntesis en el aula, oportunidad para obtener la indulgencia de nuestra profesora que parece no enterarse de nuestro problema lingüístico. Pero el río sigue su caudal por lo que tendremos seguro que trabajar en casa mas de lo previsto. El tiempo del que tenga que disponer en casa para el estudio no será un hándicap, pero si lo será mi falta de voluntad.
Radhiya no tiene esa suerte. Me ha comentado que no tiene tiempo de estudiar. Se pasa todo el día limpiando casas, técnica de superficies como dirían algunos, y cuando llega al hogar solo le queda tiempo para poner la marmite. Me he acercado a ella en el "recreo". Radhiya habla un francés perfecto al igual que yo. De vez en cuando la oigo soltar unas palabras en árabe en plena clase pero nunca se a quienes van dirigidas. Su indumentaria se parece a un oasis en pleno desierto. Un surtido de colores en su caftan marroquí que contrasta con los colores sobrios del resto de los alumnos.  Un hiyab diferente en cada clase que recubre su cabello. Es una mujer menuda pero la adivino resistente bajo esa apariencia de fragilidad. Un manojo de nervios que se toma muy en serio sus estudios. Cinco vástagos esperdigados entre Maruecos España y Bélgica. Todos casados salvo la mas chica de 16 años. Esta vez me mira directamente a los ojos, y con una especial ternura me comunica su deseo de traerla con ella a este país en el cual reside desde hace solamente cinco meses. Omite toda mención acerca del progenitor. No le hago preguntas al respecto pero esa omisión me incita a preguntárselo mas adelante cuando tal vez tengamos algo de confianza. No puedo imaginar una mujer de su condición sin marido salvo en condición de viudez. Tal vez me sorprenda.
Ni rastro de maquillaje. Un abundante bigote sobre su finos labios. Una piel marcada por la edad y una vida que imagino dura. Manos pequeñas, descuidadas. Manos acostumbradas al agua y lejía. No siento compasión pero si algo de admiración por su carácter de buen temple.
Ha sacado de su gran bolso de plástico un panecillo de chocolate. Con una rapidez asombrosa lo parte en dos y me ofrece la mitad, que rechazo de inmediato mas por vergüenza que por falta de apetito. Lo engulle como lo hacen las personas acostumbradas a comer con poco tiempo. Me siento tonta e superficial, casi in merecedora de su amistad. Hora de regresar al aula. Los quince minutos de descanso no se me figuran cortos ya que no se muy bien como rellenar este tiempo. No soy precisamente una mujer conversadora, ni tengo esa habilidad que tienen muchas personas para hablar de cosas banales. Una verdadera dificultad que no he conseguido vencer a pesar de mis 48 tacos. Solo nos queda una hora mas de clase. Esta vez se hace necesario evitar mirar la hora e intentar por todos los medios concentrarse en la mímica a veces grotesca de la profesora. Timur es el payaso de la clase. Su cara sigue reflejando la picaresca del niño travieso que tuvo que ser.   Piel mate, pelo negro azabache y unas pestañas largas rizadas que hacen la envidia de mas de una mujer, incluida yo misma. Se retuerce en su asiento pero la maestra le vuelve a nombrar para que salga a la pizarra y sea su sustituto por unos momentos. Es el momento divertido ya queTimur  mueve mucho las manos para dar mas énfasis a lo que dice. Se nos escapa a todos una sonrisa y alguna que otra carcajada por parte de sus amigos. Es siempre el momento previo a la salida de clase. Otro día mas. No hay despedidas, todos salen con apresuramiento salvo el mas mayor de entre los alumnos,  Adnan. Y finalmente yo, mujer madura franco-española aprendiz de un curso de neerlandés en Bélgica.