Mi vecina turca
saca con sigilo su móvil del estuche que lo protege. Parece una ipod. Yo la
miro de reojo para no parecer indiscreta pero no me pierdo un detalle. Todos
estamos hastiados del esfuerzo de concentración que requieren las clases y mas
de uno miramos de tanto en tanto la hora, esperando tal vez que el tiempo se
acelere por arte de magia. Pero lo que me fascina ahora es la cautela con la
que esta mujer coge su móvil. Lo saca a medias casi por debajo del escritorio
solo para poder distinguir el indicativo de la hora. Esta maniobra tan discreta
me sorprende y divierte. Me recuerda de súbito mis clases treinta años atrás,
cuando temerosos que el Prof. nos pillase in fraganti, mirábamos cautelosamente
nuestro reloj de pulsera. Observo entre los 25 alumnos que componen la clase
cuantos llevan reloj en la muñeca .
Ninguno. Lo que fue tecnología punta
hace unos años se ha trasladado al mercado.
Con el mismo
disimulo, guarda el teléfono en su
estuche para colocarlo después dentro del bolso que reina encima de la mesa.
Observo con mas
detenimiento esta mujer de unos cuarenta y picos años. Un anorak beige impoluto
cerrado hasta el cuello que no ha siquiera desabrochado en las tres horas que
llevamos en clase. El pelo teñido de rubio le da un aspecto artificial. Su
aspecto no entrevé asiduidad en salones
de peluquería pero las gafas que se quita y pone a mesura que examina su folio
indica que son de óptica y no como las mías que he adquirido en un supermercado
por pocos euros y que me están jorobando la vista. En algunos momentos hojea las hojas del curso
con cierto nerviosismo, buscando a derecha e izquierda con desconcierto. Se ha
perdido en las explicaciones de la profesora y espera encontrar en ese teque
maneje una respuesta rápida en el papel.
Parece suplicarnos con la mirada en pos de una ayuda silenciosa. El chico de
enfrente le devuelve la mirada a su vez perdido. Me toca a mi balbucear lo que
creo la respuesta. Retrocedo por unos segundos al pasado y me vuelvo a sentir
como la chiquilla insegura y tartamuda que fui hace un siglo. Podría
interrumpir la clase de manera elegante y exponer en mi francés perfecto que no
entiendo ni pa pa, lo que seguramente daría una gran alegría al resto de la
clase. De cualquier manera seria un paréntesis en el aula, oportunidad para
obtener la indulgencia de nuestra profesora que parece no enterarse de nuestro
problema lingüístico. Pero el río sigue su caudal por lo que tendremos seguro
que trabajar en casa mas de lo previsto. El tiempo del que tenga que disponer
en casa para el estudio no será un hándicap, pero si lo será mi falta de
voluntad.
Radhiya no tiene
esa suerte. Me ha comentado que no tiene tiempo de estudiar. Se pasa todo el
día limpiando casas, técnica de superficies como dirían algunos, y cuando llega
al hogar solo le queda tiempo para poner la marmite. Me he acercado a ella en
el "recreo". Radhiya habla un francés perfecto al igual que yo. De
vez en cuando la oigo soltar unas palabras en árabe en plena clase pero nunca
se a quienes van dirigidas. Su indumentaria se parece a un oasis en pleno
desierto. Un surtido de colores en su caftan marroquí que contrasta con los
colores sobrios del resto de los alumnos.
Un hiyab diferente en cada clase que recubre su cabello. Es una mujer
menuda pero la adivino resistente bajo esa apariencia de fragilidad. Un manojo
de nervios que se toma muy en serio sus estudios. Cinco vástagos esperdigados
entre Maruecos España y Bélgica. Todos casados salvo la mas chica de 16 años.
Esta vez me mira directamente a los ojos, y con una especial ternura me
comunica su deseo de traerla con ella a este país en el cual reside desde hace
solamente cinco meses. Omite toda mención acerca del progenitor. No le hago
preguntas al respecto pero esa omisión me incita a preguntárselo mas adelante
cuando tal vez tengamos algo de confianza. No puedo imaginar una mujer de su
condición sin marido salvo en condición de viudez. Tal vez me sorprenda.
Ni rastro de
maquillaje. Un abundante bigote sobre su finos labios. Una piel marcada por la
edad y una vida que imagino dura. Manos pequeñas, descuidadas. Manos
acostumbradas al agua y lejía. No siento compasión pero si algo de admiración
por su carácter de buen temple.
Ha sacado de su
gran bolso de plástico un panecillo de chocolate. Con una rapidez asombrosa lo
parte en dos y me ofrece la mitad, que rechazo de inmediato mas por vergüenza
que por falta de apetito. Lo engulle como lo hacen las personas acostumbradas a
comer con poco tiempo. Me siento tonta e superficial, casi in merecedora de su
amistad. Hora de regresar al aula. Los quince minutos de descanso no se me
figuran cortos ya que no se muy bien como rellenar este tiempo. No soy
precisamente una mujer conversadora, ni tengo esa habilidad que tienen muchas
personas para hablar de cosas banales. Una verdadera dificultad que no he
conseguido vencer a pesar de mis 48 tacos. Solo nos queda una hora mas de
clase. Esta vez se hace necesario evitar mirar la hora e intentar por todos los
medios concentrarse en la mímica a veces grotesca de la profesora. Timur es el
payaso de la clase. Su cara sigue reflejando la picaresca del niño travieso que
tuvo que ser. Piel mate, pelo negro azabache
y unas pestañas largas rizadas que hacen la envidia de mas de una mujer,
incluida yo misma. Se retuerce en su asiento pero la maestra le vuelve a
nombrar para que salga a la pizarra y sea su sustituto por unos momentos. Es el
momento divertido ya queTimur mueve
mucho las manos para dar mas énfasis a lo que dice. Se nos escapa a todos una
sonrisa y alguna que otra carcajada por parte de sus amigos. Es siempre el
momento previo a la salida de clase. Otro día mas. No hay despedidas, todos
salen con apresuramiento salvo el mas mayor de entre los alumnos, Adnan. Y finalmente yo, mujer madura
franco-española aprendiz de un curso de neerlandés en Bélgica.